CELEBRACIÓN
CONCLUSIVA DE LA
"SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS"
Y SEGUNDAS
VÍSPERAS DE LA FIESTA DE LA CONVERSIÓN
DEL
APÓSTOL DE LAS GENTES
HOMILÍA DEL CARD. WALTER KASPER
Basílica de San Pablo extramuros
Domingo 25 de enero de 2004
Queridos hermanos y hermanas:
1. "Mi paz os dejo". En estas palabras del evangelio de san Juan se
ha inspirado la Semana de oración por la unidad de los cristianos de
este año. Por eso, a todos vosotros, aquí presentes, os dirijo el
antiguo saludo bíblico y litúrgico: Shalom! Pax vobiscum! ¡La paz
esté con vosotros!
Con alegría saludo a las comunidades cristianas de Roma y, sobre
todo, a los hermanos y hermanas de las comunidades no católicas,
unidos a nosotros en la fe en el Señor Jesucristo. Este año un
vínculo especial nos une a los cristianos de Oriente Medio y de modo
particular a los de Siria, donde, en Alepo, se preparó el texto para
la Semana de oración. Pedimos con fervor que la paz vuelva a esa
región del mundo tan atormentada, una región que en los primeros
siglos fue cuna de una rica cultura cristiana, una región en la que
hoy, los cristianos son una minoría, sin embargo, dan un buen
ejemplo de convivencia y colaboración ecuménica. A estos hermanos y
hermanas va nuestra gratitud y nuestra oración: "¡La paz esté con
vosotros!".
2. Desde siempre los hombres anhelan la paz con esperanza, con
nostalgia. Desde siempre, los hombres son contrarios a la violencia,
a la guerra, y siguen creyendo que, al final, será la paz la que
dirá la última palabra. Dios escucha este clamor de los hombres
sedientos de paz, pues es el Dios de los hombres; es un Dios que
responde a nuestras súplicas. "Paz" es uno de sus nombres (cf. 1 Co
14, 33). Shalom, la paz, es una antigua promesa, una promesa que
encontramos tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo.
Paz no significa simplemente silencio de las armas. La paz es el
ordenamiento que Dios quiere para todas las cosas, un mundo en el
que los hombres vivan juntos sin violencia, en libertad y con
felicidad. La paz es la paz en el cosmos, es la paz entre las
naciones, es la paz dentro de un pueblo, es la paz en lo íntimo del
corazón. La Biblia concluye con la visión de un mundo donde Dios
enjugará de los ojos toda lágrima, donde ya no habrá muerte ni luto
ni gritos ni fatigas (cf. Ap 21, 4).
El Nuevo Testamento nos anuncia que esta esperanza de paz se realizó
en Jesucristo, "pues él es nuestra paz" (Ef 2, 14). En la cruz
Cristo fundó la paz y destruyó el odio, la violencia y la enemistad.
En su cuerpo sufrió la violencia, pero no respondió con violencia,
sino que incluso oró por sus perseguidores. Pidió a sus discípulos
que fueran, como él, constructores de paz (cf. Mt 5, 9).
Nosotros no podemos restaurar la unidad solamente con nuestras
fuerzas. Por eso, Jesús nos dejó su paz. Infundió en nuestro corazón
su Espíritu: no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de paz,
de justicia, de reconciliación, de mansedumbre y de caridad, el
espíritu que transforma nuestro egoísmo y nos transforma a nosotros
mismos, haciéndonos hombres nuevos, hombres en cuyo corazón reina
gozosa la paz de Cristo (cf. Col 3, 15). Los cristianos, hombres a
los que ha sido concedida la paz, debemos ser embajadores, testigos,
pioneros de la paz en este mundo.
3. Queridos hermanos y hermanas, ante la urgencia de este mensaje de
paz, nuestro corazón se llena de dolor y de vergüenza, pues la
imagen que ofrece nuestro mundo, e incluso nuestras Iglesias, es muy
diversa. Nuestras Iglesias están separadas. A lo largo de la
historia, su testimonio, en vez de ser común y en favor de la paz,
ha sido antagonista.
Siempre que los católicos, durante la celebración eucarística,
decimos antes de la comunión: "Mi paz os doy", añadimos con
sinceridad: "No tengas en cuenta nuestros pecados". Eso significa
también: no tengas en cuenta el pecado de la división, el escándalo
de la separación. Y todos tenemos motivos para pedir: "Concédenos
la paz y la unidad".
Esta oración, central en la celebración eucarística, ha ido
incrementándose en mi corazón desde hace muchos años. Para mí es la
oración por la unidad de los cristianos. Día tras día, sobre todo
domingo tras domingo, la pronuncian innumerables cristianos en todo
el mundo. Por eso, no puede quedar infructuosa, no puede quedar sin
ser escuchada. Al pronunciarla, nos unimos a la invocación que
Cristo mismo dirigió al Padre en la víspera de su muerte: "Que
todos sean uno" (Jn 17, 21). Jesús pronuncia esta oración ante
nosotros, con nosotros y por nosotros.
4. Así pues, unidos en la oración con Cristo, podemos acoger las
consoladoras palabras del Evangelio: "No se turbe vuestro corazón"
(Jn 14, 1). Palabras importantes, sobre todo en los momentos en que
sentimos la tentación de caer en el desaliento ante las dificultades
que encontramos en el compromiso ecuménico.
Podemos reconocer que en los últimos decenios, gracias a Dios, hemos
logrado grandes progresos. Ya no utilizamos expresiones de odio, de
desprecio, de burla recíproca. Se ha desarrollado un nuevo espíritu
de fraternidad. Vivimos, trabajamos y oramos juntos. Hemos llegado a
ser amigos.
Pero, si contemplamos el mundo con objetividad, no podemos fingir
que todo va muy bien. A veces percibimos síntomas de agotamiento
ecuménico, signos de un nuevo confesionalismo, intentos de minar el
camino que lleva a la unidad. Después de colmar las brechas que nos
separaban en otro tiempo, ahora constatamos que se abren otras
nuevas en el campo ético.
Ciertamente, desde un punto de vista meramente humano, hay razones
para preocuparse y desanimarse. Pero no hemos de olvidar que somos
cristianos: "Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de
timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza" (2 Tm 1, 7).
Los cristianos son hombres de esperanza. Esta esperanza no tiene
nada que ver con un ingenuo optimismo; es don de Dios, conservado
con paciencia (cf. Rm 5, 4), un don que nos permite esperar contra
toda esperanza (cf. Rm 4, 18) y saber que Dios es más grande. El
concilio Vaticano II puso de relieve que el movimiento ecuménico
nace del impulso del Espíritu de Dios. Cuando el Espíritu de Dios
inicia algo, siempre lo lleva a cabo. Por eso, no hay motivo para
desalentarse: "No se turbe vuestro corazón" (Jn 14, 1).
5. La fiesta del apóstol san Pablo, que celebramos hoy como
conclusión de la Semana de oración, nos indica qué dirección hemos
de seguir. Nos muestra el camino de la conversión. Jesús mismo
comenzó su predicación con una invitación a la conversión:
"Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). Eso mismo vale para
el ecumenismo, si queremos dar pasos adelante. El decreto del
concilio Vaticano II sobre el ecumenismo expresa claramente que no
puede existir ecumenismo sin conversión, sin purificación de la
memoria y del corazón, sin un cambio de nuestra manera de pensar, de
nuestra manera de hablar y de nuestra manera de comportarnos (cf.
Unitatis redintegratio, 4 y 7; Ut unum sint, 15 s; 21, etc.). No
puede haber ecumenismo sin apertura a la reforma y a la renovación.
También la Iglesia santa, como dice el concilio Vaticano II,
"siempre está necesitada de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación" (Lumen gentium, 8).
Solemos hablar de la conversión de los demás. Pero la conversión
debe comenzar por nosotros mismos. No debemos mirar la paja en el
ojo del hermano, sin darnos cuenta de que tenemos una viga en
nuestro ojo (cf. Mt 7, 3). El ecumenismo nos estimula a hacer
autocrítica. Como dijo el Santo Padre, desempeña también "la función
de un examen de conciencia" (Ut unum sint, 34) y debe ser una
exhortación a pedir perdón. No sólo deben convertirse los demás;
todos debemos convertirnos a Cristo. En la medida en que estemos
unidos a él, estaremos también unidos entre nosotros.
Quisiera añadir un segundo punto, que atañe al diálogo. El diálogo
es el método mismo del ecumenismo. No es un simple intercambio
de pensamientos y argumentaciones; se trata de un intercambio de
dones (cf. ib., 28). No debemos fijarnos en lo que falta al otro,
sino prestar atención a sus puntos de fuerza, a su riqueza. Podemos
aprender los unos de los otros, enriquecernos mutuamente. Debemos
ser una bendición los unos para los otros. Por consiguiente, es
falso pensar que el ecumenismo es un proceso de empobrecimiento,
donde el encuentro con el otro se realiza en torno a un mínimo común
denominador. Al contrario, el ecumenismo no hace perder nada: es un
proceso de crecimiento y enriquecimiento. A través del diálogo, el
Espíritu Santo quiere guiarnos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Por eso, es preciso tener humildad y capacidad de reconocer que
también nosotros necesitamos de los demás. La actitud principal de
los cristianos no ha de ser la arrogancia o la obstinación, sino la
humildad. Y, ¿por qué esto no debería valer también para el
ecumenismo?
Quisiera recordar, por último, la importancia de la espiritualidad
de comunión. La invitación del Apóstol es clara: "Os exhorto (...)
a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido
llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos
unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del
Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 1-3). Sin esta
espiritualidad de comunión, la comunión institucional resultaría un
cuerpo sin alma. Como dijo muy bien el Santo Padre, la
espiritualidad de comunión significa dejar espacio a los demás,
compartir con ellos sus deseos, sus preocupaciones, sus sufrimientos
(cf. Novo millennio ineunte, 43). Por eso, no debemos fijarnos en
las debilidades de los demás; debemos ser solidarios con ellos, para
ayudarles a superar sus dificultades. Esto nos une. Esto funda la
paz.
Invoquemos ahora al Espíritu de paz; pidámosle que nos haga
instrumentos suyos. La paz del Señor, capaz de superar todas las
tensiones, colme vuestro corazón. El Señor sea misericordioso y nos
conceda su paz. Amén. |